Cierra los ojos... un, dos, tres… y sopla... ffffffffuuuu. Apagadas las velas, hemos encendido el primer deseo. Así nos enseñaron y así aprendimos. Desear se ha convertido en motor de existencia, insistencia, y también de infinita fuente de frustraciones. Vamos deseando material, espiritual y carnalmente lo habido y por haber. Aristóteles lo dijo: "El hombre es una inteligencia deseante o un deseo inteligente"; y también Spinoza: "La esencia del hombre es el deseo".
Estamos, pues, llenos de deseos. Pareciera que sin ellos la vida no fuera posible. Eslabón tras eslabón, vamos haciendo de nuestros días una cadena de apetencias, y nos agarramos con uñas y dientes a ellas, tratando de buscarle sentido muchas veces hasta al sinsentido; porque estamos convencidos de que si no existieran, caeríamos en el oscuro pozo de la monotonía y vacuidad.
El deseo siempre busca su premio: la satisfacción y si es inmediata, mejor. Se trata de bloquear la entrada al aburrimiento como sea. Se trata, en definitiva, de no enfrentarnos a nosotros.
Ya lo dijo Marina: "Luchar contra los deseos y los placeres no es enfrentarse al maligno, sino medirse con uno mismo". Tratar de reconciliarse con su génesis; con esa rara avis que es la paz: el fundamento del bienestar. No temamos no desear. Seguramente al hacerlo, estaremos vacunándonos contra la ansiedad.
Piensa un deseo… y te convertirás irremediablemente en el esclavo de él.
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