No me di cuenta de hasta qué punto la edad convertía el lenguaje en algo rígido, incluso para quienes trabajamos con él a diario, hasta que esta semana, la noche de San Juan, dos amigos comenzaron a hacer juegos de palabras. Ella intentaba recordar la frase exacta que había dicho alguien, él retomó la frase y la volvió del revés. Ingente pasó a ser indigente, extraño se convirtió en entraña, y, como en las conversaciones de la Alicia de Carroll, la realidad se abrió paso de otra manera. Patas arriba. Se ponía el sol en la noche más corta del año, y las palabras se convertían en bloques de construcción para niños.
Nos han acostumbrado a que los cambios de sentidos y los dobles significados sean perversos: culpa de la madurez y los desengaños, la política y las mentiras mediáticas. En el valiente, insólito encuentro, que no entrevista, que Jordi Évole, el Follonero, efectuaba a Otegi, el problema no era cómo usar las palabras: era qué palabras se iban a usar, inequívocas, sin artificios malabares, para condenar la violencia. Ante la imposibilidad de escaquearse sólo hubo silencio. El humor era el tono perfecto para tratar el tema de la violencia sin crear tensiones. Con un muerto más, el silencio de Otegi cobra un sentido distinto y trágico.
Cuidado con las palabras: por eso, en el momento en el que bromeábamos con los significados de indigentes me di cuenta de que he olvidado divertirme de manera inocente. Analizo frases y verbos como si contuvieran virus. Es posible que los contengan.
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