- Los ‘smartphones’ obligan a los progenitores a plantearse cómo proteger a los menores sin atentar a su privacidad
Los padres suelen aceptar que ser un adolescente contemporáneo implica llevar un smartphone en el bolsillo. Conscientes del poder
del artilugio, no desean que sus hijos queden marginados del círculo de amigos,
arrastrando un sentimiento de incomprensión y una etiqueta de “pringado”. Ocho
de cada diez adolescentes ya tienen móvil y la edad de introducción,
actualmente en los 12 años, coincidiendo con el inicio de la secundaria, se
está adelantando a los 10. Muchos se convierten en huérfanos, huérfanos
digitales, ya que sus padres no serán sus referentes en este tema. Con esta
ignorancia generacional sobre el comportamiento social en las redes, los
progenitores se verán obligados a enfrentar dudas sobre cómo proteger y educar
a sus hijos. La rapidez e intensidad con la que los adolescentes están entrando
en las redes sociales hace zozobrar las convicciones de los adultos. ¿Cómo
respetar su derecho a la intimidad protegiéndolos de riesgos y peligros para
los que no están preparados? No despreocuparse, pero tampoco entrometerse. “Este
fenómeno es nuevo para todos, hijos y padres”, considera el pedagogo Gregorio
Luri, “así que todos estamos en modo aprendizaje”.
“Los jóvenes quieren estar
conectados al mundo, colgar sus fotografías en las redes sociales, recibir
comentarios y la aprobación de amigos conocidos o desconocidos”, explica Ernest
Codina, fundador del portal Adolescents.cat. “Quieren –continúa– poder dar su
opinión sobre lo que les interesa, formar parte de grupos de watsap de los
colegas, estar al corriente de todo aquello que hacen sus ídolos... Con un buen
uso, el smartphone les supone un universo de diversión, evasión y
comunicación”. Pero internet es como una selva. La comunicación entre sus
iguales genera ciertos riesgos, como que el animal más agresivo se coma al vulnerable,
y la exposición al exterior, otros aún de mayor calado, como el grooming
–pederastas que echan su red en círculos de menores sirviéndose de artimañas– o
el consumo de material pornográfico destinado a adultos.
Entre los mayores riesgos en
su selva particular, el bullying y el sexting –la práctica de pasar fotos o
vídeos íntimos vía móvil–. No cabe hablar de palabras propias de adultos como
injuria, calumnia, extorsión, amenaza, chantaje o coacción, pero sí es cierto
que los menores exploran los significados de este tipo de comportamientos,
consciente o inconscientemente. Siempre ha sido así, sólo que ahora se traslada
del acotado patio de la escuela al móvil, con grupos de círculos cada vez
mayores.
El inspector de los Mossos
d’Esquadra Ferran Regina explica los más frecuentes: un comentario inapropiado,
una foto que les ha resultado graciosa pero es vejatoria, una imagen captada en
la intimidad y que es divulgada. “El problema –mantiene– es que el daño se
magnifica, pues salta de un grupo de watsap a otro, por lo que la víctima ya no
tiene círculos de tranquilidad, y sabe –añade– que eso ya nunca se borrará”. En
su opinión, los padres deben saber que su hijo puede ser la víctima, el agresor
o formar parte del grupo de testigos. “Sea cual fuere su papel, la acción debe
ser inmediata para acabar con el daño y castigar al agresor”, afirma el policía
veterano en las explicaciones sobre ciberacoso a los chavales. “Muchas
agresiones se han frenado por la negativa de los testigos a seguir al que
llamamos líder maléfico. Eso es lo que hay que decir a los hijos: ‘Si tú no
haces nada, es que estás al lado del agresor’”.
El inspector, que ha visto
cómo las nuevas generaciones han cambiado y van afianzando sus conocimientos
digitales, considera que la vigilancia parental debe estar por encima del
derecho a la privacidad del menor. Otros expertos como Teresa Duplá o César
Arjona, ambos profesores de Esade-URLL, consideran también que debe prevalece
el deber del padre a proteger a su hijo frente al derecho del menor a ejercer
su privacidad.
Las leyes van a favor del
menor que reclama mayor intimidad (ley del Menor y la inviolabilidad de su
correspondencia); sin embargo, ante la sospecha de ciertas circunstancias que
pueden afectar a su vida, el padre puede ejercer el artículo 154 del Código
Civil, que señala que los titulares de la pa-tria potestad deben velar por los
menores, educarlos y procurarles una formación integral. En última instancia, y
si el menor se niega a colaborar, hay que acudir a la policía si existe una sospecha
fundada de que está siendo expuesto a un peligro.
“En realidad se trata de
ejercer un control indirecto”, señala el jurista y profesor de Ética César
Arjona, “no sistemático”. “No puede ser de otro modo, pues es imposible leer
todos los watsap continuamente”, afirma Duplá, que es investigadora en gestión
de conflictos y lidera un proyecto sobre el móvil en las escuelas. A su juicio,
los padres tienen una difícil tarea por cuanto las necesidades laborales
impiden que puedan estar con sus hijos por las tardes, cuando ellos necesitan
usar internet para hacer los deberes. “Debemos admitir –subraya el policía
Regina– que la seguridad al cien por cien no estará nunca garantizada por mucho
que hagamos y que –subraya– debemos hacer”. Eso cree también Codina, que los
conoce bien desde su activo portal juvenil: “Son muy hábiles con la tecnología
y saben cómo ocultar ciertas prácticas, por lo que funcionan sin demasiado
control parental”.
“La cuestión está en
establecer unas normas que permitan cierta supervisión”, afirma Duplá. Y
“hablar, hablar y hablar”, propone Regina: “Un móvil debe ir acompañado de
instrucciones de uso, pero no sólo en el acto de entrega, sino también en su
proceso de autonomía”. “Educar en valores antes y durante la adolescencia”,
sostiene Luri. “Ciertamente –confirma Codina–, todo queda en la educación o los
valores que los adolescentes hayan recibido en su entorno familiar y escolar”.
Instrucciones de uso, cierto control y confianza.
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