El cocinero
londinense exploró la cocina de sus ancestros para crear una propuesta única
Es verdad que si
ocurriera muy a menudo no sería tan emocionante, pero aun así se agradecería
dar en más ocasiones con restaurantes en los que en el primer bocado te
atrapan, te zarandean y te pone en guardia. Antes de que te haya dado tiempo de
analizar el porqué, sientes que hay magia y autenticidad.
Cuando eso
ocurre en una cocina abierta y tienes la suerte de estar sentado frente al chef
y contemplar la acción mientras te llevas a la boca cada preparación, te invade un apetito feroz y quisieras comerte el restaurante
entero, probarlo todo, y que no llegara el momento de los postres ni el de
levantar el culo del asiento.
Sólo te importa exprimir cada instante porque, comensal de poca fe,
intuyes que tardarás en conseguir que te sorprendan y te emocionen. Y procuras
alargar el instante, como cuando lees a cámara lenta las últimas páginas de un
buen libro para que no se acabe.
Así fue mi
comida del martes en el londinense A. Wong, situado a cuatro pasos de Victoria
Station. “¿Tiene apetito?”, sonríe el chef Wong, un tipo a quien la muerte de su padre cambió el
rumbo profesional (había
estudiado varias carreras) para hacerse cargo de los restaurantes familiares
que acabaría cerrando para abrir A. Wong.
Antes exploró la cocina de sus
antepasados. Él, que había nacido en Londres, viajó y estudió para
empaparse de las bases de la dinastía Ming y Qing, de la cocina exquisita de
los mandarines o las recetas de Manchuria, de Mongolia o de pueblos afganos.
Todo ello para crear un universo propio, con
sabores sorprendentes y deliciosos, llenos de matices y con cocciones y
frituras impecables en un local sencillo y a precios asequibles: como las del
dumpling Shanghai con vinagre de infusión de jengibre, la piel de cerdo
confitada, la bola de foie gras y sésamo, el dumpling de camarón dulce con
chile y salsa de cítricos, como el soplo de vieras o el sutil postre de coco y
moras.
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