Ellas suponen un
70% de la fuerza de trabajo en la moda, pero solo un 15% se sientan en la mesa
de los consejos de administración.
Pocos sectores
profesionales y culturales están integrados por una cuota mayoritaria de
mujeres. La moda es uno de esos pocos. Por desgracia, eso no quiere decir que
sea igualitario. Ni mucho menos. Resulta paradójico que ellas sean sus
principales consumidoras, las que sostienen esta industria billonaria y, a la
vez, no tengan voz en las decisiones vinculantes.
Las mujeres
suponen un 70% de la fuerza de trabajo en la moda, pero solo un 15% se sientan
en la mesa de los consejos de administración. Si hablamos de mano de obra
textil la balanza se descompensa aún más; no es un secreto que muchísima ropa
se confecciona en países subdesarrollados a manos de costureras que cobran
salarios irrisorios (e ilegales) por jornadas maratonianas.
No nos
engañemos. La moda, tal y como la conocemos actualmente, fue el producto de una
decisión plenamente patriarcal: la de los varones burgueses que, en el siglo
XIX, decidieron despojarse de adornos superfluos para proyectar una imagen de
sobriedad y austeridad acorde con su política de meritocracia y esfuerzo. Sus
esposas, sin embargo, cargaban con atuendos imposibles. Cuanto más recargada y
“a la moda” iba una mujer, menos necesidad de actividad y cuanto menos
necesidad de actividad, más dinero ganaba su marido. Una inferencia cruel que,
sin embargo, sobrevive en el imaginario colectivo.
Eran otros
tiempos, pensarán muchos, pero lo cierto es que hasta hace bien poquito eran
los hombres los encargados de dictar esas leyes tácitas que obligan a las
mujeres a vestirse de un modo u otro cada temporada. Salvo honrosas
excepciones, la mayor parte de los diseñadores de renombre han sido o son
hombres. Maria Grazia Chiuri es, por ejemplo, la primera mujer
en liderar el equipo creativo de Dior tras casi cien años de historia. Otro
tanto ocurre con Claire Waight Keller en Givenchy.
Los CEO’s de ambas casas (las dos propiedad del grupo LVMH), siguen siendo
varones.
Tristemente, aquellas que
crearon sus propias firmas y la insuflaron con aires de liberación, de Donna Karan a Marni pasando por
la propia Chanel, acabaron vendiendo sus empresas a los peces gordos
y batiéndose en retirada. Hoy sus CEOs son varones.
El único perfil
profesional dentro de la industria en el que ellas sobrepasan (y con creces) el
sueldo de ellos es el del modelaje. Las top se enriquecen fácilmente sin hacer
(aparentemente) nada. La idea de que la modelo es un ‘bello objeto’ nos ha
acompañado durante décadas y solo algunas valientes han logrado dignificar su
trabajo. Además, la mirada que las retrata es eminentemente masculina. Solo
ahora surgen nombres femeninos relevantes en la fotografía de moda. Y solo
ahora, también, muchas modelos se sienten con la seguridad suficiente como para
denunciar casos de acoso sexual por parte de fotógrafos, directores de casting
o dueños de agencias. La lista de víctimas en demasiado larga, y la de verdugos
no le extraña a nadie. Cuando los medios señalan a un personaje del gremio como
presunto acosador, sus colegas callan y otorgan. Todos lo sabían.
La moda es
vanguardia, punta de lanza de la novedad, pero el hecho de que Prada haya abierto su desfile con una modelo negra o
que Comme des Garçons haya incluido en su casting a cuatro
mujeres no occidentales es motivo de noticia.
Afortunadamente,
son tiempos de dudas, de poner en tela de juicio los esquemas heredados, pero
la corrección política, los deseos de cambio y las viejas costumbres del sector
están generando paradojas curiosas. Una revista de moda puede fotografiar la
ubicua camiseta de Dior con el lema “Todos deberíamos ser feministas” y, en la
página siguiente, proponer consejos de estilo para estar “perfecta de la mañana
a la noche”, asumiendo la carga de trabajo, ocio y cuidados que “debería” tener
una mujer de nuestro tiempo y envolviendo la presión en una suerte de perfeccionismo
desquiciante. Por no hablar de la manida etiqueta de “mujeres reales” que
muchas cabeceras utilizan para remarcar (y por lo tanto, segregar) a las
féminas que aparecen entre sus páginas y no tienen ni 20 años ni una talla 36.
En moda, por desgracia, lo habitual es noticiable.
Decía el
semiólogo Yuri Lotman que este negocio era “un metrónomo
cultural”, una manera de tomarle el pulso al presente. Si eso es cierto, la
moda nos dice entre líneas que se han abierto caminos para la igualdad, pero
que dichos caminos todavía están llenos de obstáculos. También dentro de la
propia moda, el supuesto imperio de las mujeres.
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