La Revolución
Francesa tuvo mucho que ver en la expansión de este tipo de establecimientos
El origen de los restaurantes, como tantas
cosas que forman parte de la cotidianidad del mundo culinario, está en Francia.
La etimología nos hermana la palabra restaurativo con el vocablo
restaurante, lugar en el que el cliente tiene la oportunidad de reponer los
estómagos cansados.
Si los mesones o las posadas tienen un origen
milenario, no fue hasta la segunda mitad del siglo XVIII cuando empezaron a
aparecer locales con un concepto moderno de lo que tenía que ser un
establecimiento dedicado a dar cobijo a comensales con ganas de disfrutar sin
prisas de una buena comida: mesas individuales, mantelerías, vajilla y los más
importante, una carta completa de los platos de la casa.
Se considera a Dossier Boulanger el primer
cocinero que tuvo la idea de convertir su local situado en la Rue Des Poulies
de París en un restaurante. Boulanger, hombre que pasó de servir caldos
reconstituyentes a tener varios platos en su carta, colgó un cartel en
latín que decía “veinte ad me omnes qui stomacho laboratis et ego
restaurabo vos”.
Ese “venid a mí, hombre de estómago cansado,
y yo os restauraré”, no sólo se convirtió en el sello de una casa fundada
en 1765, sino que logró convertirse en la singularidad de todos los locales que
fueron apareciendo a imitación del Boulanger a partir, sobre todo, de la
Revolución Francesa.
Tras los acontecimientos
acaecidos tras 1789, los restaurantes fueron ya en una realidad. La toma de la
Bastilla y la caída del Rey significó el fin del absolutismo en Francia y el
desmantelamiento de la orden de la nobleza que tuvo enormes consecuencias para
la gastronomía francesa y europea. Las casas de los aristócratas solían contar
con extraordinarios equipos de cocina que abastecían el sublime
paladar de sus amos con una variedad insigne de recetas.
Algunos de estos jefes de
cocina corrieron la misma suerte que sus señores, pero los que lograron
sobrevivir a la guillotina, o eligieron el exilio para instalarse en las
cocinas de la aristocracia de las islas británicas y otras naciones, u optaron
por abrir sus propios negocios en Paris y en las principales ciudades de
Francia.
Jean Anthelme Brillat-Savarin, hombre docto
de cuya pasión y sabiduría nació Fisiología del gusto, el primer tratado
gastronómico sobre la cocina escrito desde un punto de vista filosófico,
comparó a esos iniciáticos restaurantes con los escritores franceses del
siglo XVII y XVIII.
Gracias a Brillat-Savarin, un valor cultural
como la cocina se convertía en universal. Para él, los cuatro requisitos de un
buen restaurante era el de gozar de un ambiente distinguido, de un
servicio amable y, como no, de una cocina privilegiada y una bodega
sobresaliente. Características de las que carecía Boulanger pero que poseía ya
La Grande Taverne de Londres, regentado por Antoine Beauvilliers, antiguo jefe
de cocina del Conde de Provenza.
De los cien restaurantes existentes a
principios de la revolución francesa, se pasó a los dos mil a finales de la
primera década del XIX. Una moda que se extendería por los países
europeos que eligieron a Francia como modelo culinario a imitar.
Aunque el Libro Récord de los Guiness
considera a la madrileña Casa Botín, fundada en 1725 por el francés Jean Botin,
como el primer restaurante de la historia, el hecho de que en su fundación
fuera considerado una hostería, deja a Boulanger el honor de ser considerado el
primer restaurante de la historia. Los documentos hallados así lo certifican
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