Hace quince años que abrió sus
puertas y diez que inició la búsqueda de la esencialidad
Artur Martínez celebra dos
aniversarios de su restaurante Capritx, en Terrassa: el primero, los quince
años desde que convirtió el viejo bar de sus abuelos, pegado a la tienda de
comida para llevar que atienden sus padres, El Buen Gusto, en un restaurante
con un espacio minúsculo (cinco mesas para 14 comensales) y una ambición gastronómica desmesurada.
El segundo, los diez años
desde que hizo un ejercicio de sinceridad para mirarse al espejo y preguntarse si de verdad tenía sentido
seguir empeñado en preparar aquellos menús con
elaboraciones de pura filigrana, que no se correspondían con sus escasos
recursos y que convertían cada servicio en una pesadilla de tiempos y
temperaturas.
La pequeña cocina del Capritx está equipada con
tres fuegos, que los fines de semana y festivos, cuando abre El Buen Gusto,
sirven también para preparar los platos que allí se venden; un horno, una
nevera y un viejo congelador de helados de los años 70...
En 2007 Martínez estuvo a punto de tirar la toalla.
Pero decidió dar un giro y apostar por la esencia, por una cocina desnuda y
auténtica. “Huyo de todo lo superfluo y he hecho de la escasez una virtud. Aquí
todo es un milagro”.
El menú, reconoce el chef, requiere un trabajo de ingeniería para
que cada elaboración salga en el mejor orden posible y a su tiempo. No hay
plancha, no hay horno de carbón, ni sistemas para la cocción a baja
temperatura; por no haber no hay casi nada de lo que hay en otras cocinas
profesionales. Y a veces, mientras en uno de los fogones se prepara uno de sus
platos, en el otro cuece la fideuà que esperan en la tienda, donde se forman
colas y donde los pollos a l’ast se venden a destajo.
Capritx es probablemente uno de los restaurantes con estrella
Michelin con menos infraestructura y
Martínez uno de los chefs que consigue más con menos. “Cuando en noviembre de
2010 nos dieron la estrella, nos regalamos una Pacojet para poder elaborar
helados cremosos, porque antes sólo podíamos hacer sorbetes, y un armario para
calentar platos sin tener que meterlos en el horno, como hasta entonces”.
Hace apenas unas semanas el
chef perdió a su abuela Isabel, con la que se crió. La recuerda en una mesa del
bar, al fondo las máquinas tragaperras, al
otro lado la mesa, con el mantel de cuadros, donde ella le servía la comida.
“Lo daba todo a cambio de nada. Y mi abuelo era una persona extraordinaria, un fuera
de serie”. Cuenta el chef que la abuela Isabel murió a su lado, en el hospital,
mientras él le hablaba de cocina.
“Fue un regalo tenerla y fue
un regalo decirle adiós recordándole las gachas y las migas que ella me
preparaba”. Son platos que están
en la memoria y en el menú del Capritx; platos de la escasez, de la Almería de
la abuela, de Córdoba, donde nació su madre. Pero las migas que él prepara
llevan jurel curado y una mayonesa de sus huevas; y en el salmorejo ha cambiado
el aceite de oliva virgen por una emulsión de las cabezas de gambas.
Platos como esos, o como el
humus de judías del ganxet del Vallès con anguila ahumada, como el espárrago
blanco con jugo de cerdo y huevos de trucha, hinojo y estragón, como la yema de
huevo con tomillo, son una demostración de esa búsqueda de la esencia con un
resultado excelente.
Algún día Artur Martínez hará
realidad su sueño de llevar esa
cocina desnuda y auténtica a un espacio más amplio, en Barcelona, donde podrá
cocinar cara a cara ante el comensal en un ejercicio casi místico, entre la luz
y las sombras. Antes de que eso ocurra sería bueno que el comensal descubriera
los orígenes del chef. Para entender su humildad y valorar la magia.
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