Algunos expertos creen que
el Estado conseguirá demasiado poder y dudan del camino que tomará.
Hasta ahora, el
mundo digital estaba capitalizado por Estados Unidos, donde nació Internet y
donde se han desarrollado las principales compañías tecnológicas del planeta.
Solo Japón ejercía contrapeso gracias a sus avances en robótica. Pero a nadie
le inquieta que el país del sol naciente lidere algunos aspectos del futuro, ya
que sus lazos con Estados Unidos permitirán crear sinergias con Occidente para
modelar las nuevas tecnologías según sus intereses. Ahora, sin embargo, hay un
tercero en discordia y una disruptiva tecnología en juego. Ese país es China. Esa
tecnología es la Inteligencia Artificial (IA). Y las dudas y el temor vienen de
su mano.
El gigante
asiático ya es el primer productos mundial de trabajos de investigación sobre
Inteligencia Artificial y uno de los mayores registradores de patentes relacionadas
con el tema. Sus empresas atraen cada año centenares de millones de dólares de
capital de riesgo, de manera que están emergiendo gigantes como Alibaba, Baidu
o Tencent, capaces de mirar a los ojos a sus equivalentes estadounidenses (a
saber, Amazon, Google y Apple).
Sin embargo, el
miedo estadounidense no se limita a lo económico, sino que se vislumbran por
detrás asuntos meramente políticos: si las empresas chinas lideran la IA, la
influencia del gobierno sobre estas compañías permitirá que se beneficie de su
tecnología, lo que supondría reforzar el papel global del país asiático.
Resulta curioso que en Estados Unidos se echen a temblar ante la posibilidad de
que China consiga más poder mundial gracias a la Inteligencia Artificial
precisamente ahora que le han puesto la alfombra roja al país a causa de las
políticas nacionalistas de Donald Trump, que han permitido que China adquiera
un papel aún más relevante en la escena internacional.
Con la
Inteligencia Artificial, sin embargo, subyace un riesgo que supera a lo
económico, a lo político y a lo estratégico: el connatural a la propia
tecnología. Muchos esperan con ansia la llegada de la ‘singularidad’, el
momento en el que las máquinas serán más inteligentes que los humanos. Otros
han transformado esas ansias en verdadero pánico: que una máquina supere a los
humanos podría resultar peligroso. Silicon Valley apuesta por esta segunda vía,
y por eso está diseñando un marco ético que permita desde desconectar estos
sistemas si se aprecia algún tipo de riesgo, hasta prohibir la creación de
armas autónomas.
El problema es
que China no entra, al menos de momento, en estos planes y sigue desarrollando
esta tecnología por su cuenta. Por eso, algunos analistas internacionales
observan con recelo que el gigante asiático lidere una tecnología que
determinará en gran parte el futuro de la propia Humanidad. Y a quien tienen
miedo es al Estado, influyente como nadie en lo que respecta a libertades
públicas. Si se hace con algoritmos capaces de crear predicciones acertadas,
muchos activistas piensan que el verdadero perjudicado no será Estados Unidos,
sino los ciudadanos, que podrán ser controlados con mucha mayor facilidad que
hasta ahora.
La posición de
estos expertos puede resultar hipócrita de primeras, dado que las empresas y
gobiernos occidentales no son mucho más benévolos a la hora de utilizar estas
tecnologías. Sin embargo, el imperio de la ley y la posibilidad que tienen los
ciudadanos de denunciar los abusos permiten que exista cierto equilibrio en
este asunto. Algo que no ocurre de igual modo en China, un país donde 700
millones de personas utilizan un smartphone y dejan un rastro de datos allá por
donde van, y donde el Estado siempre tiene la última palabra.
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